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martes, 25 de julio de 2017

Cuando Cristo pregunta ¿qué deseas? tú ¿qué respondes?


¿Qué deseas? le preguntó Jesús a la madre de los Zebedeos, nos narra esta perícopa del evangelio de San Mateo.
Ayer, participando en la Eucaristía de las primeras vísperas de la solemnidad de Santiago Apóstol, en la comunidad de carmelitas descalzos de Úbeda, el sacerdote celebrante P. Héctor, hizo resonar en mi interior esta pregunta que el Señor hizo a esa madre  ¿qué deseas?.
La fuerza y la hondura con la que el sacerdote pronunció esta frase, estaba claro, no nacía de la garganta sino que llegaba a ella después de tomar vida en el corazón.
Vibró en mí esa pregunta, y se estremeció mi razón, se intensificó mi respiración y en mis oídos tronaba un zumbido insistente. Todo esto me dibujó en lo más profundo del alma, la imagen misma del Señor que me preguntaba a mí ¿qué deseas?. Él, que todo lo sabe, quiso escuchar mi respuesta. Y yo, como Pedro unos milenios antes, balbuceaba: Señor, Tú, lo sabes todo.
Luego mis ojos no viendo por las lágrimas pero transmitiendo con nitidez la imagen que surgía de lo más profundo de mi ser, pusieron ante mí la GRAN ESCENA.
Cristo, Mi Señor,  me pregunta: ¿mujer, qué deseas? porque sabe que quizá yo no tengo aún la respuesta dibujada. Sabía el Señor que ante la fuerza de tal pregunta, la respuesta no iba a brotar de forma tajante, así las lágrimas delataron mi guerra interior. Y yo no quiero desear nada, sólo que resuene como una campana esta pregunta pronunciada por el mismo Señor, en mi ser entero rebosando en mi corazón. Y, como nota musical que se balancea entre la líneas del pentagrama, sentir la armonía vital del susurro de Dios entonando su canto en mi interior.
Y vi una escena:
Una barca golpeada por el fuerte viento, las enormes olas agitadas por la tormenta, unos hombres presos del miedo y a mi Señor tumbado, dormido en la cubierta de la barca. ¿qué hacía yo allí? No lo sé. El pavor que sentían aquellos hombres en el barco venía a apoderarse también de mí, pero antes de que esto ocurriera, me ví recostándome al lado de mi Señor, despacito para no despertarle, tumbada en la misma dirección, sin llegar a tocarle, dejando un espacio entre ËL y yo, pero luego extendiendo mi mano toqué con un dedo su vestido y no sé que ocurrió con la tormenta ni con la barca, pero lo que sí sé es que se disolvió el miedo que había en mi interior. La luz recorrió todo mi ser, no sólo una habitación que son varias las que había. En aquel instante todo en mí se iluminó no importando la oscuridad de afuera que la que me hace tropezar es la que hay en mi interior.
¿Qué deseas? ¿Por qué estaba yo allí? ¿Cuántas habitaciones tiene mi alma?

Purificación García

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