Mañana los cristianos comenzamos el tiempo de cuaresma. Un tiempo de oración, de reparación, de penitencia, de limosna. Un tiempo para adentrarnos en nosotros mismos y hallar ahí esas fuerzas que, llevando nuestro rostro en su cabeza, nos quieren arrancar de Dios; nos quieren alejar de todo aquello para lo cual hemos nacido, que es vivir en Dios y para Dios y poder morir en Dios.
Ahora hablaré en primera persona. No son pocas las veces que he dado gracias a Dios por haberme permitido ser cristiana, pero ahora pregustando ya el tiempo cuaresmal me miro a mí misma desde la suficiente distancia y veo con claridad notable que este agradecimiento está muy falto de humildad. No sólo el hecho de pedir requiere de una gran humildad, también esta virtud es pilar fundamental en el hecho mismo de dar, en el maravilloso milagro de sentir ese deslumbrante amor de Dios.
Quizá a veces, los que nos sentimos y decimos cristianos, podemos caer en el pecado de orgullo al desear irradiar a Cristo por cada uno de nuestros poros sin dejar de ser nosotros mismos. No hemos aprendido aún que en el momento que irradiamos a Cristo ya dejamos de ser nosotros.
Quiero dejar de ser yo para ser Él, pero a este sincero deseo no sé si le rezuma orgullo o soberbia, somos de una complejidad tan brutal que quizá dándonos miedo indagarnos a nosotros mismos preferimos pensar que somos buenos y echarnos un sueñecito existencial.
De momento daré gracias a Dios porque me regala este tiempo de cuaresma para, con la oración y el ayuno, poder sorprender en mi interior a esos otros personajillos que viven dentro de mí y que llevan mi rostro y que hacen cosas que a Dios no agradan.
A veces he pensado que mi amor a Cristo me haría aceptar con serenidad las pruebas por duras que éstas fueran, pero ha caído en mis manos un escrito de un hombre cristiano ante una prueba tan elevada que me he tocado en lo profundo y me he hecho algunas preguntas.
¿Tengo yo acaso tanta fe como este hombre?
Voy a compartir con vosotros esta bella expresión de amor de un abuelo ante el cuerpo sin vida de su pequeña nieta. Mi interior ha exclamado
¡Qué fortaleza! ¡Cuánto amor! ¡Cuánta fe!
Aquí os la dejo.
Mi dulce ovejita amada
Yo te quería para mí
Y obedeciendo llamada
Que, no podrás eludir
al empezar la jornada
hoy te vas de mi redil.
Linda flor nacida sana
Y al cielo gustaste tanto
Que sin reparar en mi llanto
Te cortó tierna y lozana,
Meditando, la flor gana
Y acepto el corte precoz
Con resignación cristiana.
Al tumor maligno y fiero
Dios, quitó su crueldad
Porque te quiso llevar
Íntegra y guapa a los cielos
Pura, sin lodos, sin cienos
Y en estado virginal,
Así la plaza de ángel
¿quién te la podrá quitar?
Pronto verás a Jesús
Expresa la gratitud
de mi parte y los demás
No existe ya nuestra Cruz
la fe nos dice que estás
desde ahora con gran luz
en su corte celestial.
Yo veo la influencia aquí
de otros, tus seres queridos,
que al rezar tanto por ti
llegaron a convertir
un leño en árbol florido.
También tu influencia médica
Luchó contra este destino
Y, demuestra la ocasión
Que el leño no se hace flor
Sólo con tales caminos.
Línea trazada por Dios
Que nadie busque desvío
Hay que resignarse a dar
Al río lo que es del río.
Si te despido llorando
No dudes es de “alegría”
Para ganarte, perderte
Anula la pena mía.
Mi consuelo, el de tu santa
Ya te habrán dicho en el cielo
Que muero porque no muero.
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