En algunas Eucaristías vividas al máximo de mi capacidad en
la comunidad de frailes carmelitas descalzos de Úbeda al que Dios ha tenido a bien llevarme, en el momento del contacto
directo entre Dios y yo, es decir, en el momento de la Comunión, cuando ya Dios-Eucaristía
se compadece de ésta su criatura y, engañados los sentidos que quieren creer que
yo he hecho preso a Dios en mí, encerrándolo en mi cárcel que es este cuerpo, traje pesado
del que quisiera verme libre; en el diálogo en el que Dios me dice que el Él mismo es quien me asimila a mí, en el transcurso de este coloquio de amor, suena en el templo con suavidad cautivadora una
dulcísima canción que dice así:
Cuando cesan los ruidos comienza la canción del
corazón,
se desatan las lenguas del Espíritu y Dios se hace
cercanía en viva voz.
Que VERDAD tan indescriptible es ésta que afirma que al cesar
los ruidos comienza la canción del corazón. Pero ¿qué canción tenemos en
nuestro corazón? ¿realmente nos deleitamos al escucharla?
Cuando nuestro corazón va por otros derroteros bien distintos
incluso, a veces, contrarios a Dios, comienzan nuestras propias voces
interiores.
Esto dice el corazón
sin Dios:
Mira esa qué se
habrá creído. Mira el otro como miente ayer decía blanco y ahora en el mismo
contexto y para contentar al errado dice negro.
Yo soy el mejor. Ójala se muera éste o aquel porque me
molesta su luz.
Yo tengo los bienes temporales de esa familia porque
con mi argucia se los he robado, eso sí cumpliendo la ley no de Dios, sino del
hombre, qué lista soy.
Yo comparto que maten a los niños en el seno materno pero
llevo ramos de flores a la imagen de la
virgen de la Encarnación.
Eso sí, aunque soy capaz de matar a mi hermano, yo reciclo.
Los mares han de estar limpios para cuando yo quiera bañarme en ellos.
Los mares limpitos pero la fama de mi próximo rota porque
ya me encargo yo de tirarle mierda.
Dice que le duele la cabeza porque tiene un cáncer será
quejica para dolor no hay otro más grande que el mío.
Cuando todos estos gritos afloran desde nuestro interior el
ruido promovido en nosotros mismos es irresistiblemente ensordecedor.
Es entonces cuando pedimos,
exigimos, imploramos ruido exterior para no oír nuestras propias voces.
No hemos comprendido el EVANGELIO, no hemos escuchado a
CRISTO JESÚS. No hemos querido aprender de MARÍA LA MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA.
Si por nosotros fuera congelaríamos el fuego del ESPÍRITU.
Es arduo el trabajo, pero no es imposible. Hay que acallar nuestras
voces interiores, silenciar el ruido que nos trastorna. Tenemos que observarnos
a nosotros mismos y averiguar de donde proceden esas terroríficas fuerzas que
nos arrastran y nos quieren arrojar al averno.
Después trabajemos para disolverlas.
Todos podemos hacerlo, pero NADIE NADIE puede hacerlo solo y sin ayuda. Es conditio
sine qua non, usar los recursos de Dios; la Fuerza y el fuego del Espíritu
Santo, el FIAT de María, el AMOR de CRISTO EL SEÑOR.
Cuando la cosa es complicada, como lo es ésta, siempre lo
dejamos para otro día, parece que aunque sabemos que hemos de realizar este
trabajo nos da miedo o pereza ponernos manos a la obra y siempre la dejamos para luego.
Pero ¿sabemos cuánto tiempo nos queda?
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